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Por aquel entonces ya hacía un calor insoportable, las finas sábanas eran de un algodón medio agujereado por el tiempo, y se pegaban a su anatomía sudorosa y espasmódica, retorcida como artificialmente en la cama. Hacía ya un tiempo que estaba sonando el teléfono desde el salón, Julia lo había oído cada vez, su agudo timbre estaba clavado como el eco por toda la casa. Se llevo con cuidado las manos a la cara intentando despejarse de una insomnica noche, casi sin éxito, y apoyó sus pies sobre el reconfortante frío de aquel suelo de madera oscura. Kafka ronroneaba en el final de la cama, acurrucado como una calurosa bola de pelo marrón y blanco, giró las orejas intentando escuchar pero sin la necesidad de abrir sus enormes ojos pardos, Julia estiró el brazo hasta alcanzarlo y acariciar su suave y delicada piel, el animal contestó con un débil maullido y continuo durmiendo.
Aquel camisón grisáceo, se amoldaba a Julia como su propia piel, ella deambulaba todavía desorientada por el sueño, por su largo pasillo lleno de pinturas clásicas. Llego al salón, sonó el teléfono, lo miró desde la puerta y continuo andando hacía la cocina.
Casi todos sus platos se amontonaban en el lavadero, algunas gotas caían desacompasadas desde el grifo hasta un vaso medio vacío de bordes manchados con pintalabios marrón.
Alguien llamó a la puerta, y desde la cocina se escuchó como Kafka saltaba de la cama y corría al pasillo para ver de quien se trataba. Julia no se dio demasiada prisa en abrir, ni siquiera se detuvo a preguntar quien era, abrió la puerta y ahí estaba Daniel, casi con las mismas ojeras que ella.

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