Eran las dieciocho y treinta y dos de un domingo cualquiera, en un pueblo cualquiera, e iba pensando en mañana, en el frío que hacía, en que los guantes iban blancos de hielo y las zapatillas me estaban matando de tanto andar. Sin quererlo íbamos cogidos de la mano en medio de aquel pueblo medio abandonado, y me puse a decirte vámonos que se hará tarde, mientras tú tímido y voluble te reías para adentro, intentando descifrar mis recovecos, mi pelo rizado, mi frío instantáneo de labios morados, apretándome más fuerte las manos para pretender decirme que te daba igual que se hiciera de noche, que no te importaba llegar tarde a la realidad, que por primera vez en mucho tiempo no querías llegar antes de lo previsto. Mientras tu verde me sonrojaba, creí tocar una melodía de piano en los lunares de tu antebrazo, condicional y acristalado creando imposibles entre lo dulce y lo salado.
Las nubes trazaron entonces, meticulosas, un homogéneo color gris celeste que se reflejaba en las pupilas, mientras poco a poco un sol en despedida te anaranjaba la carita y mi cara se lanzo a perderse entre tu piel de gallina. Se me impregnaron entonces las pestañas y hasta las entrañas me ardieron quemándome de pies y manos, buscando una tregua en tus bolsillos porque yo iba sin abrigo, notando como el frío me trepaba desde el ombligo, agarrándose con esmero a mi anatomía y desgarrándola a contusiones frías e hiperbólicas que me hacían tiritar espasmódicamente. Fue entonces cuando dejaste caer tu brazo y casi instantáneamente note el calor en la piel, y tú, como si me salvaras del mundo una vez más, sonreíste bajito, pensando en que era una cabeza loca que cualquier día acabaría peor de lo que ya estaba, pero aún así pensabas que estarías ahí para dejarme la cordura por semanas, a ver si así se me pegaba.
Te miré desde lo bajo, a contraluz, mientras tus ojos se perdían contando los lunares de mi cuello y yo tímida los escondía de ti. El sol me cegó a fuego lento, y mire hacia el suelo, atando con la mente en nudo de tus cordoneras blancas, me agarré a tu mano deshaciéndome de los guantes, y apretaste hasta que tus latidos se perdieron entre los míos. Ninguno recordó donde estaba el coche, y en un afán de perder más el tiempo me dediqué a fotografiarte sin que te dieras cuenta, mientras tú te escondías de mí, burlando mi destreza y corriendo por las aceras.
Las miradas felinas se apilaban en los altos tejados, maullando a la vidriosa luna gris, más oscura que mis ojos, mientras las luces de neón se perdían en kilómetros de carretera y tú y yo nos convertimos en una de ellas. Recuerdo que cerraba los ojos perezosamente, mientras te veía conducir y silbar aquella canción de Pink Floyd que tanto nos gustaba. Te acompañe unos segundos balbuceando el ritmo pero enseguida me quede dormida, acurrucándome a la vez que veía por la ventana las gotas de hielo deshacerse por el cristal. No recuerdo mucho más de aquel viaje, recuerdo los badenes que me hacían despertar por momentos, y el aire acondicionado caliente que me puso las mejillas coloradas, la velocidad de los coches al pasar, el aire entrar por el cristal, y unos cuantos frenazos de más.
No hay comentarios:
Publicar un comentario