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La autopista del sur

Es una historia que escribí como continuación de "La Autopista del sur" de Julio Cortázar. La escribí para mi querida amiga Magda, ya que se la habían pedido como deberes y salio esto;

Poco a poco los coches se iban disipando, el ingeniero, aferrado a la rutina de los días anteriores, avanzaba despacio, viendo como los autos se perdían en un contraluz provocado por el atardecer. Las farolas iban creando efectos visuales en el cristal, iluminando intermitentemente el oso de peluche de la muchacha del Dauphine, que descansaba en el asiento del copiloto. A kilómetros de allí, Julia, la muchacha del Dauphine, escuchaba la radio con el volumen casi al mínimo, fijándose por el retrovisor que coches seguían al suyo, esperando que uno de tantos fuera él. Iba disminuyendo la velocidad sin darse cuenta, como queriendo provocar un atasco que le recordara los días vividos. Y pensaba en su coche, cuando era de noche y venia el ingeniero a visitarla, golpeando suavemente dos veces el cristal, y con una sonrisa correspondida desde dentro. Las estrellas desde aquellos incómodos asientos, su olor cuando se quedaba dormido, y como parecía que se desvanecía el resto del mundo cuando él la dejaba para ir hasta su coche a escasos metros. Alejandro, el ingeniero, al contrario que Julia, aceleraba sin un rumbo fijo, intentando encontrarla, pensando mil historias que podrían haberle sucedido, deseando encontrársela tirada en la carretera sin gasolina. La noche se cerró por completo y ambos seguían conduciendo. Julia apagó la radio y freno en seco apartándose hasta el arcén de la carretera. Salió del Dauphine, cansada y con frío, y dejo los faros encendidos. Se sentó en el capó, notaba como los pies no rozaban el suelo, y se sintió voluble, primero de no tenerle, segundo de no saber si volvería a verle. Alejandro había alcanzado una velocidad estable sin darse cuenta, y había dejado atrás las farolas para perderse de lleno en la oscuridad de una carretera que parecía prácticamente desierta. Tarareaba una canción inventada, como si se la cantara a ella y de vez en cuando miraba el oso de peluche de la muchacha del Dauphine, que con gesto serio le recordaba cada momento con ella, cada palabra saliendo de su boca, cada vez que el aire golpeaba su pelo oscuro al salir del coche, tapándole la cara mientras ella sonreía. Algunas partes de la carretera estaban ya deterioradas y el coche sufría pequeños vaivenes que desconcentraban al ingeniero. Julia seguía escuchando el silencio de la noche, los grillos amenizando la vigía, el frío entrando poco a poco por su chaqueta gris. Y en un momento, de estos absurdos, mira al horizonte y ve un brillo lento que parece renacer poco a poco con más fuerza. Lo ve arder en la noche como un incendio que va a arrasar con ella y el Dauphine. Pero valiente baja del capó, cruza con paso decidido el asfalto, y se coloca justo en el centro de la carretera, esperando, respirando hondo. Y a pocos metros lo ve, dibujándose tenuemente por la luz de sus faros, el coche del ingeniero, que frena a centímetros de ella. Alejandro, que siente ir a cámara lenta, baja del coche corriendo hacia ella, la muchacha del Dauphine, y cuando esta a escasos centímetros, sólo balbucea un “hola” medio interrumpido por un beso de ella.

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